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- Sioux, diario de un indio -

Placeres de la vida

Hay cosas en la vida a las que no prestamos atención normalmente, pero que constituyen pequeñas dosis de vitaminas para nuestra alma (o nuestro espíritu, o lo que tengamos por dentro, ya me entienden). Son esas pequeñas cosas con las que nos encontramos a veces y que nos suponen un pequeño regalo en la vida en forma de pequeño placer, pero que nos dibujan una sonrisa en la cara y nos alegran un poquito el día. Supongo que cada cuál tiene las suyas propias, y que en muchos casos coincidiremos, pero hoy les voy a comentar las mías.

Por ejemplo, uno de mis defectos (tengo tantos que no me acuerdo de todos) es que me encanta dormir. No quiero decir simplemente que me guste, lo que quiero decir es que llega casi a la categoría de vicio. No lo puedo remediar. Siempre ha sido así y me temo que seguirá siéndolo para los restos. Amen. De hecho necesito dos (y a veces tres) despertadores para asegurarme de que al menos haré el intento de levantarme de la cama a mi hora. Lo malo es que por la noche no tengo nunca prisa por acostarme, y que a veces sufro rachas de insomnio que no me permiten quedarme dormido hasta la madrugada, y entonces todavía me cuesta mas despertarme lo suficiente como para sacar un pie de la cama.

¿Que donde le veo yo el placer a eso de dormir? Pues a eso mismo, a dormir. Aunque realmente no me queria referir a eso concretamente, sino a algo que hace mucho tiempo que no me pasa, pero que para mí es una experiencia genial. Es el hecho de despertarse un domingo a las siete o las ocho de la mañana, sin tener nada que hacer, y cuando se empieza a salir del sueño mientras la pequeña parte del cerebro que tenemos en funcionamiento se dedica a jurar en arameo, darnos cuenta de que es domingo y nos podemos quedar un rato más en la cama durmiendo. Eso no tiene precio. Y si encima esta lloviendo y hace frío, ese darse la vuelta, arroparse bien, y seguir durmiendo hasta el mediodía es de las mejores experiencias que se pueden vivir.

Otra cosa por el estilo es el leer. En cualquier sitio, en cualquier momento. Pero donde me da un placer especial es en un bar en el que me encuentre a gusto, y que no haya gente alrededor dando el coñazo. Esa media hora tomando una cerveza o un café leyendo el periódico al salir del trabajo tampoco tiene precio.

Salir de marcha se dice que relaja, que alivia tensiones. Tal vez sea cierto, pero además de eso a mí me encanta que se me haga de día, que amanezca antes de que me haya acostado. Entonces me niego en redondo a meterme en la cama, y prefiero irme a dar una vuelta por la playa, por ejemplo, a ver amanecer y sentir el solecito en la cara y hacer unas fotos. Eso sí que es relajante, y le devuelve a uno la tranquilidad de espíritu perdida con el trabajo, las prisas, las obligaciones e incluso con la misma marcha.

Hay muchas más. Por ejemplo encontrarse con alguien que hace mucho tiempo que no se ve e ir a tomar un café tranquilamente a contarse la vida, o encontrarse un billete de veinte euros en un pantalón justo antes de meterlo en la lavadora. O encontrar por azar algo que hace mucho tiempo que se esta buscando y que no aparece por ninguna parte, como me pasó a mí hace un par de días con una bufanda que he estado buscando durante todo el invierno. Lastima haberla encontrado en julio, pero bueno, algo es algo.

Más. Llegar a casa después de conducir media hora sin poder aguantar las ganas de ir al servicio, abrir la puerta de la calle entre palpitaciones porque ya no se puede más, maldecir una y mil veces cada vez que nos equivocamos de llave (yo tengo seis llaves en el llavero, pero en estos casos parece que tenga sesenta), subir las escaleras casi a la pata coja porque si se separan las piernas se puede desencadenar la tragedia, abrir la puerta del cuarto de baño a empujones, entrar al mismo diciendo “¡uy, uy, uuuuuyy!”, y por fin ... conseguir aliviar la vejiga. Eso tampoco tiene precio.
¿Y que me dicen de estos días veraniegos, en los que uno llega a casa con la lengua como un estropajo, que parece que se haya pasado la tarde comiendo bacalao? Abrir la nevera, pillar la jarra del agua fresquita, llenar un vaso y bebérselo sin respirar, ignorando las lágrimas que nos caen por la mejilla porque el agua esta helada. ¡Aahhhh! ¡que buena!

Cosas más nimias que también nos proporcionan alegrías de este tipo son el llegar a casa volviendo de una boda, por ejemplo, y quitarse los zapatos que nos hemos comprado para la ocasión y que nos están haciendo papilla los pies porque los estamos estrenando. O tener prisa por llegar a casa por alguno de los motivos citados anteriormente y encontrar sitio para aparcar a la primera y justo en la puerta. O ese estado próximo al Nirvana que se experimenta un sábado o un domingo a las tres de la tarde después de comer, al estar tumbado en el sofá oyendo al hombre del tiempo por un oído y el clinc-clinc que hace la esposa / novia / pareja al fregar los platos por el otro, mientras sentimos como los párpados nos pesan, que no podemos sostener la cabeza derecha, y vamos notando cómo nos relajamos, nos alejamos de la realidad y nos dormimos, humm.

En fin, seguro que me dejo muchas, pero no me negaran que todas las situaciones que he expuesto nos dan una pequeña alegría cuando las experimentamos. No es lo mismo que comprobar que nos ha tocado la primitiva, evidentemente, pero bueno, digamos que son pequeños regalos que nos ofrece la vida, que también hacen falta.

Nota: Otra de las cosas que me encantan es provocar a mis lectoras, así es que aclaro aquí que el comentario machista sobre el fregado de los platos ha sido totalmente intencionado y que estaba bromeando. Chicas, no os lo toméis a mal y no me vayáis a retirar el saludo, ¿vale?

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