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- Sioux, diario de un indio -

Viajes III

Si hace unos días les relataba aquí un viaje un tanto ajetreado en avión, hoy me gustaría hablarles de los trenes. O mejor dicho, de mis experiencias con ellos.

Si les soy sincero, no sabría calcular cuantos kilómetros he viajado en tren durante mi vida, pero han tenido que ser muchos. Solamente contando los quince meses en los que la Marina se encargo de hacer de mi un hombre, y teniendo en cuenta que me llevaron como puta por rastrojo de punta a punta de la geografía española, y contando a razón de unos 1.300 Kms. por viaje, pues a mí me salen unos 25.000 Kms. aproximadamente.

A ver, recuerdo una ocasión en que volvía solo hacia Barcelona desde Cádiz. Tenia el dinero justo para cenar o para pagar la diferencia entre un billete de segunda clase –que es lo que pagaba la Marina cuando uno se iba de permiso- y uno de litera. Teniendo en cuenta que viajaba de noche, preferí dormir durante el viaje y comer lo que tuviera a mano, que era un trozo de chorizo y una lata de paté. Y eso es lo que cene, el paté untado en el chorizo. No estaba muy bueno, todo hay que decirlo, pero por lo menos comí algo y pude dormir a gusto durante el viaje.

En otra ocasión, años mas tarde, me toco hacer el mismo viaje, pero durante el día. Yo ocupaba un asiento en un compartimiento de seis plazas. Los otros cinco estaban ocupados por la típica familia escandalosa, formada por un matrimonio rondando la cincuentena, una mujer mayor -presumiblemente la madre de uno de ellos-, y dos chavalillos, muy posiblemente hijos del matrimonio.

Bueno, pues me dieron el viaje. ¡Vaya si me lo dieron!. No pararon en todo el viaje de gritar, hacer ruido, gritar más, pelearse, gritar un poco más, etc. Los niños no se estuvieron quietos ni un momento, la suegra no paró de protestar y de quejarse hasta que entramos en la estación de Sants, y el marido y la mujer se hicieron colegas de otro matrimonio que viajaba en el compartimiento de al lado y se pasaron el viaje haciéndose mutuas visitas de cortesía, con el consiguiente tráfico interdepartamental.

No es que yo sea un tío delicado que no soporta a la gente a su alrededor, ni mucho menos, pero hay veces en las que uno tiene que hacer un esfuerzo muy grande para no mandarlos a todos al carajo.

Bueno, por lo menos algo bueno si que pasó durante el viaje. Después de comer, cuando se dignaron a recoger los montoncitos de bolas de papel de aluminio, las peladuras de fruta, las latas de refrescos, y todos los demás desechos orgánicos que habían producido, los metieron en una bolsa de plástico con el pragmático fin de deshacerse de ella tirándola por la ventana. El marido pilló la bolsa, abrió la ventanilla del tren y la tiró. Para mi inmensa satisfacción, el hombre se dio cuenta de que se había quedado con la bolsa de la basura en la mano y había tirado por la ventana la bolsa que contenía el termo con el café con leche que llevaban para el viaje. No puedo evitar partirme de risa cuando recuerdo la cara de pasmarote que se le quedo al pobre hombre al darse cuenta de su error y la bronca que le dio su mujer.

Y en el último viaje que hice en tren, hará cosa de unos cinco años, compartí departamento con dos americanos. Uno era el típico hippie que viaja solo por el mundo con su guitarra y tal, y el otro era como un oso de grande, rubio y con el pelo cortado a cepillo, que nos explicó que trabajaba en una ambulancia en Nueva York y que ya se había cansado de recoger heridos de bala o de arma blanca y trozos de cadáveres hechos papilla por atropellos y otros accidentes, así es que se había tomado un año sabático para viajar y desconectar.

Bien, pues lo más sorprendente de este último yanki es que viajaba con dos mochilas. La más pequeña tenia el aspecto de ser el bulto más pesado que yo seria capaz de cargarme a la espalda sin sufrir una hernia discal, así es que de la grande ya ni les hablo. Pero lo mejor era ver como se las cargaba el colega.

Primero se colocaba la pequeña sobre la parte delantera del torso, es decir, al revés de cómo se suele usar una mochila. Después cogía la grande, que debía pesar un quintal, la echaba al aire, le daba la vuelta antes de que cayera, y con un hábil y coordinado movimiento de brazos hacia que le cayera en la espalda y se le quedara colocada correctamente. Yo cuando lo vi hacer eso en el andén de la estación de Sants, pensé que si a mí me cae esa mochila encima tienen que llamar a los bomberos para sacarme de debajo. Increíble la fuerza del colega, como para discutir con él, vamos.

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